La semana pasada, la comunidad española de Valencia fue devastada por lluvias aluvionales conocidas como ‘Gota Fría’ o DANA (depresión aislada en niveles altos). Se trata del choque de masas de aire polar con vientos inusualmente cálidos del Mediterráneo, derivando en precipitaciones que marcaron 771,8 litros por m² en 24 horas. Para dimensionar su gravedad, en Santiago llovieron 115,4 litros por m² en mayo pasado, considerado uno de los meses más lluviosos desde que hay registro.
Esta DANA dejó un total de 211 fallecidos, 89 desaparecidos, más de 30 mil millones de euros en pérdidas y la condena social a autoridades superadas por la situación. Análisis preliminares indican que la intensa urbanización del siglo XX -que impermeabilizó el 20% de la superficie valenciana-, y la capacidad limitada de los cauces y canales, incidió en el desborde de las aguas por el casco urbano, arrasando con mobiliario urbano, muros, vehículos y viviendas, convirtiendo la crecida en un evento aún más mortífero. Científicos advirtieron que no será la única DANA de esta temporada, y desgraciadamente a los pocos días se produjo un evento similar en Cataluña.
El cambio climático ha amplificado estos eventos en todo el mundo, desde Estados Unidos, Chile, India y Ecuador a Montenegro. Vancouver, en Canadá, recibió a mediados de octubre una tormenta provocada por un río atmosférico, similar al vivido en los últimos dos años entre Coquimbo y el Biobío. Sin embargo, en Norteamérica ya está en uso una escala creada en 2019 para clasificar estas tormentas y activar planes de emergencia; y pese a estar disponible, aún no la implementamos en Chile.
Es hora de pasar de la adaptación a la acción, y un punto de partida para la resiliencia debe ser la infraestructura urbana de aguas lluvia y eléctrica. La experiencia reciente indica que, para hacer frente a futuros desastres, los gobiernos deben incentivar la inversión en soluciones basadas en la naturaleza para redes y colectores de aguas lluvia, y mayor tecnología en las redes eléctricas, para así tener sistemas más resilientes y redundantes.
La crisis vivida en agosto pasado, en que Santiago enfrentó vientos clasificados como huracán categoría uno en la escala Saffir-Simpson, demostró que la infraestructura eléctrica no estaba preparada para un fenómeno de esta magnitud. Preocupa que la adaptación cada vez más ágil de las redes no sea posible debido a las restricciones de una legislación que no tenía por qué prever este escenario cuando se redactó hace más de 40 años. Hoy contamos con las alertas y el conocimiento de que las ciudades estarán expuestas a fenómenos violentos e impredecibles. La adaptación de su infraestructura y las soluciones basadas en la naturaleza y el biourbanismo son acciones de prevención vitales.
En esta nueva realidad, es necesario pensar en la vida de los habitantes de la ciudad más que en seguir el manual legal que describe las funciones fiscalizadoras de la autoridad. Hace más sentido invertir en un trabajo colaborativo que en aplicar multas por incumplimiento, ya que las multas no salvan vidas; hay personas sufriendo que necesitan una solución en el menor plazo posible, y si no aprendemos y actuamos con urgencia, podrían ser cada vez más.
Columna de Pablo Allard, Decano de la Fac. de Arquitectura de la U. del Desarrollo